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miércoles, 14 de marzo de 2012

Historia de la Mentira


HISTORIA  DE LA MENTIRA

La mentira, como la locura de Erasmo, podría presentarse ypronunciar un docto elogio de sí misma, e incluso lamentar losprejuicios y los malos tratos recibidos. La mentira ha sido prohibida,alabada y creída. Ha escandalizado, consolado y divertido. La base delderecho siempre está constituida por alguna forma de mentira y el artehalla su fundamento en algún modo de entenderla. Las grandes hipótesiscientíficas han sido mentiras enormes, y probablemente algunas siguensiéndolo, y en las campañas electorales se propalan algunas mentirasdescomunales, solicitadas a veces por los propios electores a lospolíticos para seguir soñando.
Este libro pretende ser un encuentro con una figura que acompaña todoslos aspectos de la vida social. Se encontrará en él definiciones de lamentira: clásicas, autorizadas, nunca desmentidas en el fondo; perotambién defensores de su inexistencia. Con la ayuda de los filósofos yde los historiadores, de los comediógrafos, poetas, psicólogos ymentirosos de toda laya, se pretende elaborar una especie de perfilsincrónico de la mentira e ilustrar cómo se ha mentido siempre mejor ycon mayor crueldad sin decir mentiras.

No conozco lugar del mundo en el que hayauna pasión tan fundamentalista por la verdad como los Estados Unidos y,a la vez, no conozco lugar del mundo donde se mienta tanto. Mucha genteinteligente intenta saber qué pasa cuando se dice una mentira despuésde una vida de verdades. Algunos salen indemnes, como TheodoreRoosevelt, que inventó al menos dos guerras imperiales -la guerracontra España, la del canal de Panamá- y las ganó todas; otros, encambio, pagan un precio más alto del que merecen.
Tal vez sea ése el caso del muy respetado historiador Joseph P.Ellis, profesor eminente de una de las universidades más elitistas dela Costa Este, Mount Holyoke College, que a mediados de agosto fuesuspendido de su cátedra por mentir que había combatido en la guerra deVietnam. El talento y la inquebrantable honestidad de Ellis le habíanganado un prestigio de acero en la academia norteamericana. Hace pocosmeses recibió el premio Pulitzer por un libro sobre el origen de supaís, Founding Brothers: The Revolutionary Generation ("Hermanosfundadores: la generación revolucionaria"), un modelo de investigaciónescrupulosa, en la que no hay un solo dato que no esté confirmado porvarias fuentes.
Pero la vida de Ellis en Mount Holyoke debía de ser aburrida y gris.El pasado semestre de primavera, a comienzos de 2001, tuvo que dictarun seminario sobre Vietnam y la cultura norteamericana sustituyendo sushabituales cursos sobre las guerras de independencia. En vez de ofrecerlo de siempre, información rigurosa, inteligencia para interpretar loshechos y un continuo tedio, el profesor decidió adornar su oscuropasado. Narró a los estudiantes un sinfín de hazañas como oficial audazy envuelto en incesantes peligros. Les dijo que había sido asistentedel comandante de operaciones en Vietnam, el general William C.Westmoreland, y que combatió cerca de My Lai días antes de que unbatallón norteamericano asesinara allí a cientos de civiles desarmados.Aunque el tono de su voz era entusiasta y enfático, el relato parecíainverosímil en un hombrecito como él: tímido, miope, de sonrisaperpetua y andar vacilante.
Alguien repitió el relato de esas glorias a un periodista del BostonGlobe , que las reprodujo con escepticismo primero, y después -alverificar que eran falsas- con indignado escándalo. El prestigioforjado por el profesor Ellis durante treinta años de enseñar ypublicar con honestidad y brillo se vino abajo en un segundo deestupidez. Una vez que arrojó la primera mentira al aire, tuvo quesostenerla con otra mentira y siguió así, hasta que lo detuvo el BostonGlobe.
Tanto en las cátedras norteamericanas como en el periodismo hay dosinquebrantables dogmas de fe: la libertad absoluta de los profesorespara enseñar e informar lo que les parezca y como mejor les parezca, yla exigencia puritana de ser siempre fieles a la verdad. El método haproducido excelentes resultados, porque aunque hay universidades dondese sigue cuestionando a Charles Darwin o leyendo a Cortázar, Borges yJuan Rulfo a través de un filtro homosexual -los tres figuran en variaslistas de lo que aquí se llama Queer Studies -, el nivel de las claseses en general altísimo. Y el periodismo norteamericano es, donde quierase lo lea, tal vez el más innovador del mundo.
Pero, por naturaleza, todo fundamentalismo es una invitacióncontinua a la transgresión. El profesor Ellis dista de ser un casoúnico. Casi no hay presidente de los Estados Unidos al que no se lehaya deslizado alguna falsedad, y en el periodismo es aún memorable elcaso de otro premio Pulitzer, Janet Cooke, que en 1980 inventó de piesa cabeza la historia de un chico de ocho años que se inyectaba heroínacon el consentimiento de la madre. La mentira de Cooke seríaimperdonable también en América Latina, pero tal vez a Ellis se locondenaría allí sólo por la torpeza de su arrogancia, por la inocenciade su impostura. Nadie lo tomaría en serio.
Verificación de datos
En el periodismo, el celo por la verdad suele llegar a extremosinsufribles. Fui testigo personal de esos excesos en 1989, cuando larevista Atlantic Monthly de Boston me encomendó un extenso reportajesobre la hiperinflación argentina. A la semana siguiente de entregarlo,la oficina de verificación de datos llamó treinta y seis veces biencontadas a mi casa de Buenos Aires para que explicara de dónde habíatomado tal o cual cifra, cuándo y por qué tal personaje me había dicholo que me dijo. Más de una vez perdí la paciencia porque lasinquisiciones me parecían insultantes, hasta que gente con másexperiencia que yo en las costumbres de la prensa norteamericana meexplicó que la situación era usual.
Uno de los personajes del artículo era un obrero de Berazategui quevivía en una casa precaria, tenía un trabajo más precario aún al quedebía llegar a las seis de la mañana, y había perdido el único reloj dela casa. Se levantaba en medio de la noche, por lo tanto, caminabahasta la parada de ómnibus y esperaba al primero que pasara parapreguntarle la hora. Mi relato sonó tan inverosímil que la revistaenvió a un corresponsal de la oficina de verificación para hablar conel obrero. Lo que publicó el Atlantic Monthly terminó costando tresveces más de lo que me pagaron.
El afán de verdad, que es tan saludable en el periodismo como en lahistoria y en la vida, es una de las enfermedades puritanas másdevaluadas por las últimas teorías del lenguaje y por los epígonos dela filosofía idealista, para los cuales la verdad absoluta no existe oes una convención. Pero tanto en Estados Unidos como en las culturashispanas se ha mentido más de una vez en defensa de un fin que se creíasuperior.
El canallesco senador Joseph McCarthy, por ejemplo, informó a laopinión pública, en 1950, que 205 comunistas se habían infiltrado en elDepartamento de Estado. La cifra era tan alarmante y a la vez tanprecisa que creó un asfixiante clima de paranoia y sospecha en todaslas oficinas del gobierno. Más candorosos, los monjes de la Edad Mediano veían -pese a las severas advertencias de san Agustín- la menorincongruencia entre componer un poema devoto y propagar en ese poema unfraude religioso. Para Gonzalo de Berceo, por ejemplo, esas dosactividades eran vertientes de una misma obligación. Entre 1243 y 1245estuvo involucrado en la falsificación de los Votos de San Millán, paralograr que los pueblos de Castilla y algunos de Navarra pagaran untributo anual a su monasterio.
Lo que en América Latina puede ser un error venial, un acto deinmadurez sin consecuencias, en Estados Unidos es una irresponsabilidadsin nombre que se paga carísimo. A ningún argentino, venezolano obrasileño, por ejemplo, le habría costado la carrera política que losorprendieran en adulterio con una modelo de segundo rango, como lesucedió a Gary Hart cuando estaba a punto de ganar la candidatura a lapresidencia por el partido Demócrata. Piedras de escándalo mayoresfueron pasadas por alto en estas latitudes del sur. Pero acá o allá,tanto en la historia como en el periodismo o en la cátedrauniversitaria, el respeto a la verdad es un dogma sin vueltas, porqueuna sola mentira contamina de falsedad todo lo que se diga, aunque elresto sea verdadero.
Por eso hay más de un historiador y de un periodista que se hanvolcado a la ficción, donde la libertad de imaginar no sólo es legítimasino también necesaria. Lo peligroso es cuando esa tentación alcanzatambién a los políticos, que a veces adornan la realidad con hazañasque no existen, como las del profesor Ellis .

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